Évora (Foto: Mª Ángeles Martínez) Aprender a vivir Confesaba ser víctima de una enfermedad medieval, aquella acidia que se incubaba en los claustros; pero su tedio doloroso de la vida había sido cultivado en una pequeña oficina atestada de legajos. Estaba lejos de tener con las ideas la familiaridad de su compañero, pero le unía a él la necesidad de la fraternidad contra la pasión de la jerarquía que dominaba al tercer empleado, cuyo carácter tiránico le impedía conocer la verdadera amistad.   La vejez les libró de justificar una huida precipitada; su hermanamiento de náufragos continuó en un bello retiro donde podían admirar los altos montes, las gigantescas olas del mar y el camino de las estrellas. Algunas veces, cuando la música daba al pasado toda su fuerza, desechaban los placeres del amor del mismo modo que Sófocles: “Dios me libre, ha largo tiempo que he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano”.   La existencia siempre es un problema abierto, una experiencia continua que nunca puede concluir definitivamente, y por tanto, debe aclararse incesantemente a sí misma. La muerte se mezcla y confunde con nuestra vida puesto que su necesidad ineluctable se impone a nuestro espíritu; sin embargo, la idea de la muerte hace que la vida sea más apreciable. Así filosofaban los dos viejos amigos para concluir que cuanto más breve se hace la posesión de la vida, más profundidad y plenitud debemos imprimirle.   Al quedarse solo, volvió a concentrarse en sí mismo durante algún tiempo, pero era más vulnerable a la ingenuidad juvenil que a cualquier otra debilidad; y  aunque creía que ningún Estado, ninguna estructura social crea la nobleza de carácter ni la calidad del espíritu, sin duda la personalidad de aquel joven idealista que encontró junto al mar le hizo intuir que una existencia solitaria dedicada tan sólo a la especulación suponía un abandono de los asuntos públicos y una renuncia a mejorarlos.

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