Señor Rodríguez Zapatero (foto: Petezin)    El estallido de burbujas inmobiliarias y crediticias, una huelga de transportistas que amenaza con desabastecer los mercados y el aumento del paro son un cúmulo de desgracias que ponen a prueba el optimismo de Zapatero. Ante la crisis galopante de la economía española resulta cada vez más difícil que el presidente afirme, como su maestro, el doctor Pangloss, que “todo es para bien de la mejor manera posible”. Sin embargo, es preciso ahuyentar el pesimismo de la inteligencia.   La fragilidad económica o falta de productividad, las ambiciones separatistas, el terrorismo, la corrupción, son manifestaciones de unos fenómenos cuya comprensión no está al alcance de pequeños funcionarios políticos, que con un obsesivo afán de poder y un oceánico desconocimiento, han llegado a la cúspide ejecutiva del Régimen. En un estado de cosas donde imperan el relativismo moral, el prestigio de la incultura, las imágenes y apariencias públicas, la mafia de intereses creados, la opresión de las clases dirigentes y la servidumbre de los gobernados, los estadistas de la partidocracia se dedican a gestionar, administrar y conservar la situación heredada o el poder adquirido.   Frente al optimismo de la imbecilidad que busca una perfecta adaptación al medio, los métodos de la inteligencia crítica tienen que despertar en los hombres la conciencia de la falta de libertad política, y destruir las ilusiones y miedos que mantienen con vida el orden aborrecible que simula no tenerlos en su poder. La “profesión de bueno” que ejerce Zapatero no tiene sentido en una esfera donde tiene que aprender “a poder ser bueno y usarlo o no según la necesidad”. El príncipe socialista, “engañado por un falso bien” o resuelto a seguir el camino fácil pero ruinoso de la oligarquía, renuncia al honor y la satisfacción interna, y se encamina hacia la infamia y la inquietud.   Un gobernante ha de anticipar el futuro, y no dejarse sorprender por unas calamidades que además se han anunciando desde hace tiempo; tiene que idear fórmulas realistas ante problemas bien delimitados y no elucubrar soluciones demagógicas para cuestiones desenfocadas o magnificadas. Voltaire ridiculizó el optimismo vacuo en Cándido y lo condenó en su “Poema sobre el desastre de Lisboa: “Nuestra esperanza es que algún día todo estará bien: Mera ilusión es que hoy todo esté bien”.

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