Si las mentiras se acumulan sin mesura, llega un momento en que no es decible la verdad. El abismo que separa la realidad oligárquica del poder político de la fábula democrática con la que se nos presenta en los espacios docentes y de consumo público, está relleno de un océano de embustes que contamina el tráfico entre las dos orillas, tanto que lo cierto se percibe como mitológico monstruo marino. A todo lo que nos venga de la clase política, intelectualoide y periodística del Régimen, hemos de aplicar el “principio de falsedad”, o considerarlo mentira hasta que no se demuestre lo contrario. Después de aburrirnos hasta la saciedad con el asunto de la inmigración ilegal, resulta que lo del asalto a las verjas y el desembarco masivo de pateras no era más que el engaño de turno, pues la gran mayoría de los inmigrantes entraron en nuestro país, tranquilamente y como si tal cosa, por la terminal de un aeropuerto. Si el control de las propias fronteras, competencia del Estado, se realiza con rigurosidad, la inmigración ilegal se convierte en un fenómeno marginal. En una economía con baja productividad y sin controles de calidad, es posible aumentar los beneficios, sin inversión alguna, reduciendo los costes de mano de obra. Y una amplia oferta de inmigrantes desocupados en el mercado laboral favorece esta situación. En España hemos asistido a este escenario en sectores como la construcción, hostelería, comercio, agricultura y pesca. ¿Casualidad? Los datos del informe del INE encajan, etics, en una explicación así de este asunto. No es posible que con tan baja natalidad (como índice de expectativas) y el paro nativo existente se permitiera añadir tan desmesurada oferta en idénticas condiciones. Algo así sólo es asumible si la nueva mano de obra inmigrante se pliega a una mayor precariedad laboral y a unos salarios mucho más bajos. Esta situación, que nace de la explotación de ajenas desgracias individuales, cuando no las crea, para beneficio de unos pocos, ha sido unánimemente silenciada en los espacios públicos; que, por el contrario, se han volcado en vincular la denuncia de los perjudicados o cualquier aproximación al problema a eso del racismo y la xenofobia (con la misma displicencia con la que evitan referirse así a la segregación lingüística en algunas autonomías de España, reminiscencia de antiguas migraciones internas); o se han quedado en el superficial corolario de la cuestión, o sea, en el tema de la integración, proponiendo estrambóticos “contratos” estatales a los recién llegados.   Si lo anterior se escapa, mucho más difícil es ver cómo la cuestión de la inmigración ilegal es un problema autoinducido: la regularización masiva demostró que es esta ominosa Monarquía la que, una vez más y tan confiada en su despotismo, no ha cumplido con sus propias leyes, en este caso se aprecia claramente que para favorecer el interés de unos pocos. ¡Causalidad!

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