Johnny Weissmüller (fotografía: sidewalk story) Tarzán Juanito Weissmüller fue siempre un anarquista kantiano. Naturaleza y Libertad, quién podía comprenderlo mejor que él, eran conceptos inmiscibles pero perfectamente compatibles en el tiempo; la naturaleza se ajustaba al dictado de la libertad para desarrollarse y la libertad sólo podía realizarse en la naturaleza. Cuando su musculatura comenzó a resbalar hacia el suelo, los patrocinadores de la comunidad autogestionada que había creado junto a la O'Sullivan decidieron desaparecer y tuvo que mentir a África para abandonarla: estoy cansado de ti. Por fortuna, la convivencia pecaminosa con la holgazanería sí era mecenable;  sentía ilícito el trabajar a sueldo para vivir, ajustarse al capricho de dueños de casino y burócratas del deporte internacional, así que encontró una salida digna en la carrera de embajador, empresario y representante, todo honorífico, y consuelo en la alegría de los niños que veían acercarse al héroe y en la complicidad callada de tantos ácratas emboscados a través de las regiones; el filántropo reinaba sobre lo salvaje otra vez.   Pero ocurrió en un avión. La libertad se le apareció como una categoría surgida de la convivencia cuyo antecedente sólo estaba en la oscura diversidad de la materia, lugar que no podía ni quería explorar. Entonces, si permaneció en el error tantos años, cada vez que decía ¡amgaua! medio reino animal, incluido Hollywood, se moría de risa. Si la libertad exige entrega como lo hace la verdad, su familia recóndita sólo fue un monstruo de misantropía; la selva un plató, el amor de Jane atrezzo para la tranquilidad del creyente en una libertad ni humana ni divina. La organización espontánea del poder fue conservadurismo onírico. Y, en ese caso, todos habían gobernado sobre el rey de los monos, ad unum. Hasta los ridículos cocodrilos de plástico que había acuchillado una y otra vez y los mostachitos codiciosos de los cazadores lo habían sometido… La jungla volvía a nacer en el cerebro roto de Weissmüller a seis mil metros de altura, poco antes de aterrizar en Los Ángeles, 1977. El enfermero que lo arrastraba por los pasillos le apretó el brazo con fuerza y musitó: otra vez eres libre… has vuelto al numen, amigo. Después se escuchó un cerrojo de celda hospitalaria y acolchado, pero nítido, el grito eterno de Tarzán.

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