La admiración que ha causado el idealismo moral de los anarquistas; sus ejemplares rebeliones frente a un mundo sin esperanza, donde los problemas políticos han de resolverse mediante la audacia y el carácter individuales; las feroces represiones que han padecido; todo ello ha contribuido a desatender la desastrosa influencia de esta doctrina sobre las ideologías dominantes de los dos últimos siglos. El socialismo, el liberalismo y el nacionalismo se han embriagado con la misma pócima antiestatal para divisar su ilusión preferida: la paradisíaca dictadura del proletariado, el Estado bajo mínimos y la pureza de un Estado autóctono.   La beatería laica de un hombre nuevo o la creencia en un reino de los cielos en la Tierra no son sólo pueriles. El hombre ha demostrado fehacientemente su inagotable capacidad de infligir males sin cuento a sus congéneres. Pero fantasear acerca de una condición mejor y más alta que la que el hombre posee efectivamente, cultivar el lamento por aquélla y el desprecio de ésta, es una actitud inútil y perniciosa. Sin embargo, es necesario deshacer ese grotesco anhelo ácrata de una feliz convivencia no sujeta a norma política alguna.   La tenebrosa inconsciencia del anarquismo radica, más allá de su rechazo de toda autoridad, en negar la estatal. De ahí brota la concepción marxista del Estado. El comunismo, abstraído en su determinismo histórico, confiará el poder a la vanguardia correligionaria, cuyo arsenal estatal, tras su conquista revolucionaria será utilizado, antes de su desaparición, contra la burguesía, salvaguardando la comunión de intereses con el proletariado. Los desheredados vástagos del comunismo ya no esperan a bailar sobre la nieve, tal como hizo Lenin el día en que la duración de los soviets sobrepasó en veinticuatro horas la de la Comuna de París; ahora, se refugian en la aspiración a una nebulosa democracia social; en su delirio ideológico no se percatan de que la verdadera democracia, la política, abriría el paso al surgimiento nítido de una izquierda que combata la desigualdad social con hechos o leyes, y no con alardes de falaz progresismo.   La detención en Burdeos de otros cuatro dirigentes de una cúpula etarra que vuelve a formarse inmediatamente, es ya tan recurrente como el ensueño reaccionario del autogobierno, que parece no desvanecerse nunca. En “El principio federativo”, Proudhon no encuentra  mejor manera  de suprimir jerarquías y estructuras de poder, que una unión de comunidades autogobernadas o una red local, regional o nacional de alianzas voluntarias; con este sistema se alcanzaría el fin supremo de liquidar el Estado, para dar con semejante federalismo social respuestas y soluciones a los problemas de la sociedad y organizar la libertad, poniendo a salvo la de cada uno; en esa línea Pi y Margall propugnó en “Las nacionalidades” un pacto entre los pueblos.  El anarquismo permanece a una distancia infinita de la verdad y la libertad políticas.

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