Los 350 metafísicos del Congreso (foto: jmalage)        La propaganda de la barbarie, el engaño ideológico y los variados mecanismos institucionales de la autoexculpación, no alcanzan a desvanecer el miedo del poderoso a ser deshauciado. Se debate en incesantes cavilaciones sobre la forma perfecta y definitiva de solidificar sus privilegios y lograr un prestigio adiamantado. En los oscuros recovecos mentales de los que deben su posición a la vileza de sus ascensos e impureza de sus reputaciones, mora una insuperable y mortificante preocupación: que la verdad y la cordura horaden la sistemática preservación de la mentira y estolidez, en las que se funda y levanta un régimen político tan querido por los oligarcas como alabado por los servidores y disimuladores de la infamia del Poder.   Para neutralizar la amenaza de la libertad, no encuentran mejor terapéutica que la del miedo. Vinculan su lóbregos destinos a la suerte del Régimen. No hacen distingos ni precisiones. Con premeditado alarmismo ponen sobre aviso a los ciudadanos: el “Sistema”, como magma, como soporte de la vida colectiva, corre el riesgo de desintegrarse, dejándonos en un caótico vacío –en lugar de la ordenada vacuidad que nos permiten gozar- si nos empeñamos en zarandear y hostigar a esos dirigentes que son las pilastras humanas de la Monarquía de partidos: el propio Rey, González, Polanco en su momento, Zapatero ahora (los del PP siempre han sido los segundones).   Esa treta archiconocida e inmemorial, siempre surte el mismo efecto enervante sobre buena parte de la población y la casta académica e intelectual del régimen, igualmente iletrada en el conocimiento del Poder y su democratización. La simbiosis entre los gobernantes (aunque sean corruptos e incompetentes, o precisamente por eso) y las instituciones que ellos llaman democráticas es un viejo y eficaz irrigador de servidumbre en nuestra nación.   Los 350 metafísicos de la soberanía popular (así llamaba Condorcet a los diputados) dan pruebas fidedignas de la soberanía de los jefes de los partidos, que son los auténticos usurpadores. Estos prebostes son los más interesados en convenir que los partidos (ahora, estatales) deben ser imperecederos, al margen de la utilidad representativa o la canalización de ideas, soluciones o intereses que reporten a la sociedad civil, lo que constituye una descabellada subversión de la función de los partidos políticos.

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