La Mancha (foto: Óscar) Después del diálogo Ni en el amor ni en la libertad hay un después. Si se aplazan, desaparecen. Si no amas ahora aquello que te revienta los sentidos, no eres amante de nadie; si no eres libre, esclavo estás. La palabra no tiene futuro en sí misma, se echa a perder si no se regala; sin esa entrega sólo existe mono-logo, y quiere decirse simio. Por eso el monólogo del poder no puede sino imponer la moda de llamar diálogo a discursos paralelos, nuevos y pequeños monólogos que no se tocan, constreñidos en egos de encaje que tras el encuentro siempre quedan limpios y satisfechos de sí mismos. Pero un diálogo no puede ser fin de sí mismo. Si dialogar es seña del buen oligarca y de su siervo, como pretende la propaganda del PSOE, todo pasa a ser un proceso sin objeto. Y si ese infinito se atribuye, además de al continuo de la vida, a lo político, genera obediencia ciega.   No hay un después del diálogo, porque éste es siempre un a través. Dicen los filólogos que a través de lo dicho, pero es más hermoso pensar que dialogando se atraviesa lo elegido. Al contrario que nuestros políticos, tenemos muchas caras y una sola máscara. Si el diálogo es veraz, mantenemos cortésmente esa máscara sobre la cara que no cesa de transformarse. No es necesario hablar. Conduzca nuestra elección hasta un sentimiento o un paisaje, una idea o una persona, el diálogo no es contrario al monólogo, sino su complementario. Y, así visto, es muy posible que el único monólogo real y sano sea el Arte.   Dialogar es vivir más intensamente que la sociedad que nos acoge y el momento que nos lleva. La lucha por la libertad es diálogo puro y sus voceros en tiempos de mansedumbre recuerdan al afán que Pessoa quiso poner en hacer grande la vida aunque tuviera que utilizar su propio cuerpo, su alma, como combustible para lograrlo.

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