Entre los electores italianos y Berlusconi siempre se ha interpuesto la gigantesca y omnipresente pantalla mediática, cuyo poder de persuasión y disuasión es el instrumento decisivo en la obtención del poder con urnas llenas de votos teledirigidos. La promoción del magnate milanés que llevan a cabo sus propios medios de comunicación, sin el menor asomo de imparcialidad por alguna clase de autoridad electoral, destruye la igualdad de oportunidades, condición inexcusable, junto a la libertad de candidaturas, para conseguir una representación auténtica.   La eterna provisionalidad que resulta de los comicios italianos proviene de unas candidaturas restringidas a las listas de los partidos y el control privilegiado de los medios de comunicación, a lo que hay que añadir, en el caso de Berlusconi, fabulosas fuentes de financiación. La sociedad política que engendra esa disposición de las cosas nunca podrá representar las ideas e intereses de la sociedad civil italiana.   Berlusconi, ese artífice supremo de la propaganda masiva, a pesar de sus anticuadas maneras, se incrusta en la modernidad: en el culto de la novedad aparente cuando ya no hay nada sustancialmente nuevo. Y por eso, él era la figura predestinada a reformar la partitocracia cuya corrupción e incompetencia dieron al traste con la misma, con unos mecanismos de demolición y limpieza judiciales que entonces resultaron efectivos, para alivio de la gran industria italiana. Este sujeto político tan afecto a las apariencias, estaba vinculado a Craxi pero no totalmente comprometido con el viejo régimen. Y con la audacia del oportunismo, se dispuso a remozar la fachada política de la clase de poder que los oligarcas quieren  inextinguible: el que se ejerce sin el control de los ciudadanos.   No es sólo resignación y hartazgo, sino también una consciencia disculpatoria  de la inevitabilidad de la corrupción y de su impunidad, que se trasluce en la reincidencia berlusconiana, cuya divisa es la exculpación penal de la clase gobernante, mediante leyes hechas a medida de los intereses puestos en el juego amañado del dinero y el poder.   El político no debe apartarse del bien, si le es posible; pero ha de saber emplear el mal si le es necesario, recomendaba Maquiavelo, que también decía que algunos medios extremos y repugnantes son impolíticos porque hacen imposible el mantenimiento del Estado.   Berlusconi  (foto: Alessio85)

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