Pedro Almodóvar (foto: Kandinski) España dio los primeros pasos de su infancia política, también llamada transición, asida de la mano de un monarca, de cuya contagiosa frivolidad se desprendió una forma de concebir el mundo que rápidamente impregnó las pautas de vida colectiva. Lo que aquí se llamó cultura y no llega a cateto folcrore, encontró en la frívola irresponsabilidad de la transición una veta de aparente modernidad. Del Rey abajo, todo estaba permitido porque nadie tenía que responder de nada. Vivir como si se fuese a morir hoy mismo. Suicidio de la moral pública, del buen gusto y de la excelencia.   Dos generaciones culturales viviendo el mismo embuste, dos generaciones perdidas; porque ha perdido el tiempo y el sentido de su vida aquella generación que no ha sabido aprovechar los pocos resquicios que la Historia deja para que entre la luz de la libertad política. Y así ha vivido España, en la más absoluta oscuridad cultural: un buen ejemplo de ello fue la tenebrosa “movida madrileña ”. Los que han sobrevivido al naufragio de la misma, aparecerán como invitados de honor en el tradicional Baile de la Rosa de la corte monegasca. Los componentes de la chabacana movida son los representantes culturales de la frivolidad instaurada en España por un primo de los monegascos, cuyos bailes cortesanos no serían tan amenos si no contasen siempre con bufones. La frivolidad de los iconos de la “modernidad” española trae su causa de la licencia que han aprendido del patrón de la transición, que ha cobijado bajo su manto de armiño la degradación cultural. La moda, como decía Tarde, es fenómeno de imitación, y la moda de lo frívolo ha desactivado buena parte de los resortes morales que cualquier sociedad sana tiene para defenderse. No hay peor síntoma de desfallecimiento civil que la asunción del propio suicidio moral. Un ciudadano apático, resignado, cautivo de sus tiranos, es un mero consumidor de vulgares mercaderías culturales y políticas. Resultado final de esta ópera bufa de la transición, donde el actor principal enseñó, sobre una tabla rasa, a los actores secundarios de la movida, que se han dedicado, desde entonces, exultantes de complicidad, a ir de gira por toda España y parte del extranjero, bailando al son de la Monarquía de partidos y actuando “ad maiorem gloriam” de la misma.

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