Templo de Dandera (foto: David serquera) Iluminados “Toda inteligencia se hace moral cuando se hace mundo. Si aquélla se separa de él nos convertimos en iluminados.” A través de las metáforas del tiempo y la luz, las antiguas civilizaciones lograron la catarsis entre la vida y el fin. La arquitectura hija de la muerte creó dos tipos de templos: Aquéllos que dejaban que el mundo natural se integrara como la hiedra y floreciera como el loto y la fuente; y los que, ensimismados en su culto, convirtieron la evocación solar en técnica y artificio de la propaganda de si mismos. Como endiosados anuncios de neón. De diferentes cosmogonías se derivan distintas actitudes vitales. Aquellos hombres que permanecen en el mundo, siguiendo el ritmo moral del humanismo, y aquellos en busca de un fulgor mágico, dispuestos a ser elegidos y redimidos. Unos observadores y experimentadores de lo natural, otros transformadores de lo social para el más allá. Como si fueran concepciones cosmogónicas opuestas, en la dialéctica del iluminismo se enfrentan la satisfacción de la verdad con la eficacia en su operación. ¿No es esta dialéctica en si misma un producto facticio? ¿Acaso existe un enfrentamiento inherente entre lo que es complementario? ¿Es posible la negación del ancestro fuera de la traición? ¿Lo es la del sucesor y seguir viviendo? Dicen que existe un lugar donde todos los niños juegan entre claroscuros al escondite. Quizás, todavía exista este lugar común donde los pequeños torbellinos nos intimidan con sus cabriolas y engaños, o nos pulverizan con una sonrisa sostenida en el vacío, o nos llaman asomándose a través de una mirada universal. Aunque finjan esconderse, son el grito del mundo. Jamás renunciarían a él, porque a él pertenecen y junto con él se transforman.

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