Retirada de un cartel electoral En las recientes elecciones generales, las listas del Partido Popular no han sido mayoritariamente refrendadas por los votantes.   Este hecho se ha interpretado por muchos como si los ciudadanos hubieran elegido directamente al futuro Presidente del Gobierno y el líder de ese partido, don Mariano Rajoy, hubiera fracasado. Según esta visión, los jóvenes votantes, aquellas personas que ven el futuro incierto, los “lobbies” culturales y la mayoría de los habitantes de determinadas regiones (sobre todo Cataluña, País Vasco y Andalucía) no se sintieron atraídos por su mensaje ni por su persona.   Pero el señor Rajoy, después de unos días de depresión electoral, salió al atril y alardeó de ganancias de votos y escaños, se ungió con el óleo divino de la “dulce derrota” para tapar las mataduras electorales y se rodeó de una aureola de hombre tranquilo que, a pesar de todo, desea continuar cambio de equipo mediante; parece que la derrota fue culpa de sus compañeros de viaje. ¿No fue él quien designó a los estrategas, expertos, secretarios y demás cohorte de la caravana electoral? Quizás tendría que aprender de lo que sucede en los ambientes deportivos: una debacle conlleva la destitución del entrenador.   Desde hace mucho tiempo la sociología viene estudiando la influencia determinante de los medios de comunicación en la formación de las opiniones políticas de las personas (Harold D. Lasswell) y su alejamiento de aquel líder u organización que consideran un perdedor (el efecto rechazo). No hay excusa posible, el grupo dirigente del PP tiene que entender que el ciudadano corriente desea liberarse de cualquier lastre (y a esta sensación han contribuido tanto la mala imagen ofrecida en los debates de orden general y económica, como el pernicioso apoyo de algunos dirigentes religiosos o las desafortunadas declaraciones en un prestigioso diario británico…).   Si hubiesen sido elecciones democráticas, en las que se elige al  representante del distrito o al Presidente del Gobierno, se vería normal que uno ganase y los demás perdieran, pues aquí no hay términos medios. Nadie se atrevería a soltar cursiladas como “dulce derrota” o “amarga victoria”. Simplemente, se ganaría o se perdería.

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