Es sabido que el uso y manejo de los términos y las palabras encierra la forma de expresar un pensamiento o un sentimiento, que, al final, determina una forma de ser y vivir. Es por ello que afirma el adagio: quien no vive como piensa termina pensando como vive. Esta identidad entre ser y pensar que exige la sana ética es la que viene a transformar hoy la guerra semántica.

Si los medios masivos de comunicación, y los periodistas a su servicio, se han transformado en los nuevos filósofos de la sociedad de consumo, en los que hacen el discurso de la sociedad en su conjunto, nos imponen los términos y las designaciones nosotros, el pueblo llano, estamos soportando una agresión semántica. Así cuando nos hablan de pent house en lugar de ático; de Estado Islámico en lugar de Daesh, como los buenos árabes lo designan; de libertad de vientres en lugar de aborto; de hombre de color en lugar de negro; de no vidente en lugar de ciego; de abusador en lugar de violador; de hombre y mujer en lugar de varón y mujer; de email en lugar de correo electrónico; de parking en lugar de estacionamiento y de miles y miles de términos trastocados y malversados, podemos afirmar que estamos padeciendo una guerra semántica.

El gran poeta Leopoldo Marchal afirmó: no olvides que cuando se elige un nombre, se elige un destino. Y esto se aplica no solo a los nombres de personas sino para la designación de las cosas y las situaciones, sean políticas o personales.

Hoy desapareció como por arte de magia el término revolución en los discursos políticos; la palabra gente reemplazó a la de pueblo y género reemplazó a mujer. Las palabras generadores en el uso y comprensión de texto han sido reducidas de 80 a 15 por sugerencia de un educador famoso como Paulo Freire con lo cual estamos produciendo semi analfabetos.

Aristóteles define al hombre por la palabra: el animal que ejerce la palabra. Pues por ella nosotros sabemos quiénes somos y qué son las cosas. La palabra nos revela a nosotros mismos (el psicoanálisis, la confesión) y nos revela el mundo exterior, la naturaleza de las cosas que conocemos a través de la definición. Pues definir es delimitar algo en lo que es.

La palabra abre un mundo y, al mismo tiempo, limita ese mundo cuando lo hace comprensible. Esta es la riqueza que nos viene a robar la guerra semántica que padecemos.

Esta guerra semántica tiene un antecedente ilustre que fue Federico Nietzsche cuando afirmó que: no existen hechos, sino interpretaciones. Porque negó la existencia de alguna verdad o conocimiento permanente o indubitable ya que todo depende de aquel que interpreta.

Al negarle a la palabra la capacidad de designar caemos en un relativismo nihilista en donde todo se mide, como dice el refrán, de acuerdo al cristal con que se mire.

Es por eso que un filósofo como Hans Gadamer le respondió: la hermenéutica es no creer en ninguna traducción sino en interpretar la palabra viva. Así en la  recuperación del uso genuino de las palabras y de los términos estará la tarea de todos aquellos que no quieran ser reducidos de hombres a homúnculos en esta guerra semántica.

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