Aplazo por este lunes mis artículos sobre los hechos y las cifras que demuestran que España se encamina hacia un abismo económico y social para recordar a ese genio de las letras españolas en el centenario de su nacimiento, por su maestría y su “visión provocadora del ser humano”, como diría la Academia sueca, que se llamó Camilo José Cela y que en la última fase de su vida me honró con su amistad.

No pretendo obviamente hablar de su obra, sino del ser humano a quien conocí en un vuelo de Palma a Madrid, donde estaba negociando el cambio de las instalaciones de almacenamiento de Campsa en Porto Pí -yo era entonces su consejero delegado-, al lado mismo del Palacio de Marivent, por otra localización cerca del aeropuerto donde están ahora.

Un cambio lógico porque redundaba en beneficio de Palma, pero casi misión imposible con la maraña de instituciones derivadas de la infausta Transición, desde la comunidad al ayuntamiento pasando por los más diversos chiringuitos locales, y cuya única finalidad en la vida es poner todas las pegas del mundo a cualquier proyecto que beneficie a los ciudadanos, a no ser, claro está, que uno acepte comprar las voluntades de los que mandan. Como responsable de una empresa que pertenecía a Hacienda, no podía aceptar el pago de sobornos, así que estos golfos de todo el espectro político me estuvieron mareando dos años.

Una afortunada huelga de controladores

En el vuelo coincidí con don Camilo, con tan buena suerte que aquel día había una huelga de controladores y el comandante anunció demora indefinida. Don Camilo se puso nervioso y me dijo que necesitaba hablar por teléfono con Madrid (entonces no había móviles), donde había quedado con la cúpula de ‘Cambio 16’ para publicar en fascículos su ‘Viaje a la Alcarria’. Hablé con el comandante y le pedí que llamara por radio a la instalación de Campsa en el aeropuerto para que nos mandaran un coche y así desde las oficinas poder llamar. A los pocos minutos llegó el coche y pudo hacer su llamada. Al volver, el vuelo se había cancelado así que juntos nos fuimos a la terminal, donde la gente no paraba de saludar a Cela, y como la demora iba para rato le invité a comer.

Durante la comida le expliqué a qué venía a Palma y don Camilo, siempre tan bromista, se puso muy serio y me dijo: “Mire, don Roberto [nos tratábamos de usted)], estos insensatos -los ‘padres de la Transición’- van a llevar a España al desastre, han levantado barreras donde nunca las hubo, están enfrentando a los españoles y gastando sin límite ni control. Si los responsables de este disparate histórico tuvieran honor, se habrían pegado un tiro”. Finalmente, todos los vuelos a Madrid quedaron cancelados y Cela me preguntó: “¿Y que hacemos ahora?”. Le dije que tratar de llegar a la Península y seguir en coche hasta Madrid. Le pareció perfecto. Como salía un avión que hacía Barcelona-Vitoria, lo cogimos y en el vuelo me dijo: “Cuando lleguemos a Barcelona, llamaré a una casada infiel que nos recoge y nos lleva a Madrid”.

Al llegar a El Prat el caos era absoluto, miles de personas atrapadas por la huelga, los teléfonos llenos de monedas ya no funcionaban, así que fuimos a la oficina de los ‘chaquetas rojas’, llena hasta arriba de gente gritando. Camilo, muy serio, levantó los brazos y empezó a gritar también. “¿Le pasa algo?”, pregunté. “Nada, solo para animar, esto parece el camarote de los hermanos Marx”. Como era imposible llamar, volvimos al avión y Camilo me dijo: “Si salimos de esta, brindamos con champán y a partir de ese momento nos trataremos de tú”. Dicho y hecho. “Como dicen en Casablanca, brindo por el comienzo de una gran amistad”, aseguró, y así fue desde entonces. Al llegar a Vitoria le dije: “Llama por teléfono a Madrid mientras yo alquilo un coche”. Me miró y me dijo: “No sé, no tengo ni puta idea de cómo funciona”.

Roberto Centeno con Cela el día que recibió el Nobel.

Me quedé de piedra pero esto era típico de él, un genio que ignoraba los temas más elementales de la vida diaria. No es de extrañar que dijera de su joven esposa Marina que era “su peto y su espaldar”, que le cuidaría de cine hasta el día de su muerte, organizándole la vida y ocupándose de todo lo que él era incapaz. Al llegar a Burgos, paramos en Landa a cenar, me estuvo contando mil anécdotas y no dejé de reír en dos horas. Al salir, la gente se arremolinaba y le decía: “Don Camilo, un autógrafo”, y él les contestaba: “¿A que no sabéis de dónde vengo?”. “Noooo”. “Vengo de Palma. ¿Y a que no sabéis a dónde voy?”. “Noooo”. “Pues voy a Madrid”. La gente creía que era broma y les aclaró: “Es que tenía ganas de cenar en Landa y he dado un pequeño rodeo”.

Un ‘gentleman’ iconoclasta

En contra del desenfado verbal y léxico escatológico que tanto escandalizaba y a él le gustaba cultivar, Camilo José era un ‘gentleman’ es el más amplio sentido de la palabra. Hijo de un funcionario gallego y una joven inglesa cuyo padre había venido a Galicia a construir el ferrocarril Santiago-Carril, tuvo una educación victoriana: “En casa de mis abuelos ingleses aprendí conductas y urbanidades, y la mentira se consideraba siempre como algo vergonzoso”. La elegancia en el vestir -“un caballero nunca viste de marrón”, decía- y en los modales -“un caballero nunca mira los escaparates” o “un caballero en un salón de baile nunca lleva el ritmo de la música”- eran proverbiales en él. Se burlaba en las reuniones de premios Nobel de cómo iban vestidos científicos americanos, a veces con playeras, mientras él iba siempre impecable.

Durante la Guerra Civil en Madrid, donde su padre había sido destinado, el barrio de Salamanca donde el vivía empezó a ser objeto de detenciones indiscriminadas, con lo que la vida del Nobel empezó a estar en peligro cierto, aunque ni él ni su familia tuvieran filiación política alguna. Solo ser de clase acomodada. Camilo José gustaba contar que un amigo de su padre, un tal Habacuc, clasificaba a la humanidad en dos grandes grupos: “Amigos e hijos de puta, algo que no falla jamás”. Indalecio Prieto, que era amigo de su padre en la clasificación de Habacuc, le dio un permiso para viajar al extranjero, y en un coche de la embajada británica salió de Madrid hacia Valencia. En la Alameda de Osuna una patrulla de UGT les dio el alto y el jefe ordenó que bajaran todos. El chófer dijo que nadie se moviera, que en el coche estaban seguros pero si bajaban les pegarían un tiro en la cuneta. Así lo hicieron y les salvó la vida.

En Valencia embarcaría en un carguero británico hasta Marsella, y de ahí a Hendaya e Irún, donde se alistó en el ejército nacional combatiendo primero en un regimiento de Infantería y luego en Artillería. Herido en la cabeza, le dejaron por muerto, pero milagrosamente sobrevivió. Solo diría: “Fue una suerte porque me operaron de los sesos, me quitaron la parte mala y lo que sobraba y me dejaron la buena, quedé perfecto”. El tema de la Guerra Civil era un compendio de anécdotas que a Camilo le encantaba relatar. De hecho, en su libro ‘Memorias, entendimientos y voluntades’, el 70% corresponde a la Guerra Civil. Pero, eso sí, siempre hablando del lado humano, jamás con sesgo político y menos aún con rencor. En el hospital, unas jóvenes carlistas le quisieron colgar un escapulario del Sagrado Corazón, el “detente bala”. Camilo lo rechazó: “Hace un mes lo llevaba y me lo sacaron por la espalda, para mí que el Sagrado Corazón es gafe”.

Pero como consecuencia de haber combatido con Franco, los sectarios de la izquierda y los cobardes y acomplejados de la derecha siempre han procurado desacreditarle y negarle, por ejemplo, el Premio Cervantes. Pero al darle el Nobel quedaron como lo que son: una banda de miserables. Cela se burlaba de ellos y hasta les dedicó algunos de sus libros: “A mis enemigos que tanto me han ayudado en mi carrera”. Tengo que decir que Felipe González fue la excepción. El diario falangista ‘El Alcázar’ le acusaría de ofrecerse a dar datos sobre personas izquierdistas, algo que jamás sucedió. Lo que hizo fue justo lo contrario, sacar a muchos de la cárcel, como a Julián Marías. Un día le llamó el director general de Seguridad y le dijo: “Oiga, Cela, usted no hace mas que avalar rojos”. La respuesta le salió del alma: “Claro mi coronel, ¿a quién querría que avalase, a usted?”. El director soltó una carcajada: “¡Coño, Cela!, ¡también tiene usted razón!”.

El joven Camilo José Cela.

Otra cosa es que dijera siempre lo que pensaba. De Alberti, un estalinista radical a quien despreciaba por mediocre, se burlaba de su aspecto: “Es igual que la dueña de una casa de putas de Ceuta”. O a los que calificaba de aventureros: “Nuestra guerra sirvió de banco de pruebas para las vocaciones, las suertes y los temples”. Malraux, a quien conoció en París, era su arquetipo de aventurero; Hemingway, también conocido en Madrid, “aventurero pero con mayor bagaje intelectual y mayor trasfondo culto”; a Ehrenburg y Malaparte, que trató en Santiago de Chile, “los dos listos como linces pero menos hondos y menos sabios”. Para Cela no tuvimos aventureros: “Lo hubiera podido ser Lorca, pero lo asesinaron por una vulgar venganza de familia por motivos de herencia”. O Miguel Hernández -con quien mantuvo una excelente relación junto con María Zambrano-, “a quien le sobró fe, pero los creyentes no sirven más que para mártires, o Sánchez Mazas, pero tenía demasiado miedo”.

De sus méritos literarios creo que la mejor definición es la que realiza el historiador y escritor César Vidal: “Cela es el gran recuperador del realismo, tan importante en la literatura española del XIX -Galdós, Pardo Bazán, Clarín, etc.-, que se había perdido desde la generación del 98, pero tiene además otro aporte extraordinario y casi inexistente -solo Blasco Ibáñez– en la literatura española, los libros de viajes. Este tipo de literatura tan abundante en Francia, Inglaterra o EEUU, Cela lo desarrolla magníficamente en España”. A Cela siempre le importó una higa lo políticamente correcto. Por ejemplo, en cuanto a los gays, preguntado qué opinaba de ellos, afirmó que no tenía opinión porque “simplemente me limito a no dejarme dar por culo”, lo que provocó todas las iras y descalificaciones de estos colectivos. También a contracorriente, siempre se decantó a favor de Israel. Max Mazin, presidente de la comunidad judía, era un asiduo de su casa y desde la Sociedad de Amistad España-Israel ayudó a impulsar en forma decisiva el reconocimiento de Israel.

Y termino con una anécdota personal, pero muy reveladora de su carácter. Una noche cenando le comenté que mi hijo mayor, Roco, que trabajaba en Londres en Goldman Sachs, tenía un compañero americano hijo de un alto directivo de Pfizer que le había dicho que habían desarrollado un producto, el Viagra, que era ideal para sus aficiones. Me preguntó: “¿Y ese Viagra que hace?”. “Pues que te produce una erección y te la mantiene”, le dije. “Pues vaya mierda, eso no me sirve. Lo que yo necesito es algo para poder echar tres sin sacarla”. Tenía casi 80 años. Nos echamos a reír y le dije: “Camilo, eres el fantasma de la Ópera”. Algún tiempo más tarde, el día de su boda con Marina, me llamó por teléfono y me dijo: “Oye, Roberto, ¿puedes traerme unas pastillas del Viagra ese?”.

Años después, cuando salíamos a cenar, me cogía del brazo porque las piernas le fallaban, y me decía: “¡Qué jodido es ser viejo!”. Y aunque bromeaba diciendo que morirse era lo más vulgar del mundo, a uno que lo había conocido lleno de fuerza y lleno de vida se le partía el corazón. Sus últimas palabras antes de morir con Marina a su lado serían “¡viva Iria Flavia!”, su pueblo natal, y “¡te quiero, Marina!”. ¡Qué diferencia con el comportamiento de su hijo que, mientras vivió su padre y pudo hacerle feliz, le amargó la vida y ahora que ha fallecido quiere presumir de ser hijo de un padre glorioso! Descansa en paz, viejo amigo, porque fuiste un auténtico gigante en este país de enanos y de iletrados. Te has ganado la inmortalidad.

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