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XAVIER REYES MATHEUS.

Un asunto que atormenta la conciencia de la gente en mi Venezuela natal es el de dilucidar en qué medida la llegada de Chávez al poder fue un fatalismo, y si la corrupta y anquilosada partitocracia preexistente era la ruta que, con todo y sus vicios, habría convenido mantener. El conocimiento que da la experiencia es ciertamente como el número que se juega después del sorteo; y muchos de los que dijeron en su día que “cualquier cosa” era preferible al viejo régimen de caciques y compadres, seguramente recuerden hoy aquellos tiempos como una edad de oro.

Lo que está detrás de tal dilema, por otra parte, es la determinación de una responsabilidad que no podrá por menos, en razón del devastador alcance de sus consecuencias, que recibir un juicio severísimo de la historia: ¿quién tuvo la culpa del triunfo de Chávez? ¿La gente, que le votó movida por un rencor irreflexivo, o la casta política, que agotó la paciencia de los ciudadanos manejando la cosa pública como si fuera su cortijo? Sirva la pregunta para contar, a título de mera anécdota, que en Venezuela hay quien ha tenido la humorada de achacar la aparición del chavismo a las advertencias de ciertos intelectuales, todos ancianos en el momento de saltar a la escena el teniente coronel; porque, representantes como eran de un liberalismo aristocrático anterior a la socialdemocracia –y que habría pretendido que el empoderamiento social se construyese mediante una revolución desde arriba–, atacaron siempre las políticas populacheras y derrochadoras de los partidos de masas. Vamos: como si dijéramos aquí, mutatis mutandis, que los éxitos de Podemos se deben a las críticas de don Juan Velarde contra el sistema actual. Pero así de imaginativos se ponen en Venezuela los científicos sociales que dan pábulo a semejante tesis, y que al deplorar el chavismo como responsabilidad de una derecha casi decimonónica consiguen mantenerse ellos, según les gusta, posicionados a la izquierda, tal y como corresponde a todo buen académico latinoamericano.

Le ha tocado ahora el turno a España de abandonar la imagen de estabilidad política que la había acompañado en las últimas décadas, para sumirse en un escenario que, vista la fragmentación de fuerzas concurrentes y el extremismo de algunas de ellas, se sabía de antemano muy problemático, aunque tardaremos todavía en enterarnos de la magnitud que tendrán esos problemas. ¿Se ha lanzado en masa el sentido democrático de los españoles, como hacían los cátaros, para morir abrasado sobre la pira en la que pretendía purificarse? Y en lugar de eso, ¿qué habría debido aconsejar la prudencia?

Cuando se nos enseña que las democracias modernas se basan en el principio de la soberanía popular, no faltan nunca ingenuos para los cuales eso significa que “quien manda es el pueblo”. Pero no: el pueblo no manda ni ha mandado nunca en ninguna parte, porque es imposible; quienes mandan son los gobernantes. Lo que significa la soberanía popular es que el gobernante ha de saber que el pueblo, en caso de estar descontento con él, lo derrocará legítimamente. Reprobar la conducta del gobierno es el acto por excelencia de la libertad democrática, porque si hubiera que conformarse con los abusos del poder se viviría en el despotismo, y porque no es el Estado liberal, sino el absoluto, tal y como lo vio Hobbes, el que puede subyugar a los ciudadanos a cuenta del miedo que produce pensar en que fuera de él no hay más que desorden y caos.

Ahora bien: una cosa fundamental será saber con certeza si los españoles han reaccionado contra el abuso del poder o contra la democracia de partidos. Sobre todo porque la reacción ha consistido, más bien, en multiplicar la cantidad de formaciones en la primera línea política; pero aún no sabemos si eso va a significar una división que derive hacia la ingobernabilidad, una concentración volcada a articular los acuerdos que permitan acometer reformas inaplazables o una aplanadora de izquierdas decidida a derribar el sistema para el exclusivo provecho de sus proyectos. Decía Gonzalo Fernández de la Mora que “en todo partido hay una aspiración totalitaria y monopolista”, pero que lo importante era que ésta fuese capaz de aceptar el pluralismo. Ello es fundamental, porque de lo que se trata ahora, y de lo que se tratará, sobre todo, después de las generales, no es tanto de quiénes se hagan con el poder y de quiénes lo pierdan, sino de salvar la democracia. “Allí donde la minoría aspirante al poder esté fragmentada”, continuaba Fernández de la Mora, “y, en sus conflictos interelitistas, caiga en la intolerancia, el revanchismo, la acrimonia, la demagogia, el sofisma y el improperio, anteponga los intereses personales o de grupo, ideologice en vez de objetivar los problemas, y se niegue a aceptar aquellas reglas de juego que no considere las egoístamente más beneficiosas, la partitocracia –esto es, el sistema cuya salud se confía a los partidos– fracasará, aunque el pueblo sea disciplinado, moderado, capaz y opulento”.

Pero el autor de La envidia igualitaria aludía –en su ensayo sobre la partitocracia– a una variable clave en este problema: “Si hay un partido de pretensiones totalitarias que, como el comunista, no considera reversible su marcha hacia el poder y, cuando lo conquista, clausura las vías de acceso, el Estado de partidos se suicida para dar lugar a una monopartitocracia”. Pues bien: esto fue lo que pasó en Venezuela, y haberlo permitido fue el verdadero pecado capital de los venezolanos. Evitémoslo aquí.

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