Foto Ximo Amat Gomariz

XIMO AMAT

Andrés era un niño incomprendido. Sus padres no habían dedicado mucho tiempo a convivir con él, más bien delegaron sus obligaciones como progenitores  a lo que aprendió en la calle, y en el colegio, donde observaba el tamaño titánico de sus compañeros. Tamaño físico y mental, pues el desprecio hacia él, su invisibilidad, era manifiesta. Ni siquiera albergaba el más mínimo ápice de rebeldía como para enfrentarse a ellos, y luchar, aunque acabara magullado, como hacían otros chavales.  Simplemente era transparente hacia los ojos del resto. Anónimo.

En el barrio no le iba mucho mejor. Bajaba a la calle con alguna frecuencia porque en su casa siempre estaba solo. Papá trabajaba mucho. Los fines de semana quedaba con los amigos y venía a casa a comer, a cenar, y poco más. Todo era más importante que la familia. Esto ahondaba aún más su sentimiento de soledad. Lo de mamá nunca lo entendió. Pagó su frustración con él. Los desprecios y la falta de cualquier sentimiento de amor hacia su hijo eran el denominador común de su vida. No sentía rencor, todavía.

Cuando se intentaba arrimar a los adolescentes del barrio su sentimiento de inferioridad se hacía más latente. Nadie comprendía su comportamiento, ni su forma de vestir, ni sus aficiones, es decir, ninguna. Su único pasatiempo consistía en contemplar el devenir del tiempo. Sin más. Las jornadas se asemejaban a un tomo de fotografía con paisajes inertes que formaba parte de la librería de su casa. Escenas anodinas, sin hilo, ni conexión alguna. Grises como él mismo.

 

Y así continuó. Pobre por fuera. Y pobre por dentro. Menesteroso de sí mismo. Hasta que conoció a Gregorio. De las juventudes del partido.

 

Gregorio lo acompañó en sus primeras tardes en el local que tenían alquilado en el barrio. Allí lo recibieron seres como él. Gente prácticamente desconocida para la sociedad, sujetos iguales  que le trataban como se merecía. Simplemente lo trataban. Lo tenían en cuenta. A cambio de pleitesía total, eso sí. Eterno agradecimiento a quiénes le habían otorgado la categoría de orgánico. Por fin estaba vivo. Y se sintió bien. Y empezó a odiar.

Andrés desconectó del mundo real que le había desdeñado, vilipendiado, desoído, prescindido de él. Ya nunca tuvo contacto con el colegio, que abandonó cuando, a duras penas, acabó el bachillerato. Ni con la calle, que había dejado de existir para él. Ni con las alimañas que la poblaban. Ahora se sentía protegido entre los de su misma especie. Incluso había ascendido. Era secretario de Gregorio, su mentor. Le estaría agradecido de por vida. De lo contrario volvería a ser un inútil, traslúcido para los demás. Y eso sí que no. Eso no volvería a ocurrir.

Andrés, pese a no haber trabajado nunca, y a su trato nulo con el ser humano,  sus limitados conocimientos sobre la vida, y su apatía ancestral, por fin tenía un jornal, simplemente por seguir a Gregorio donde fuera, aplaudirlo cuando le dijeran, y adular a todo aquel personaje que le presentaran. Le parecía increíble cobrar por aquello. Y bien además.

Andrés pasó a ser el señor Andrés Lafuente cuando el partido ganó las elecciones, Gregorio fue nombrado alcalde, y lo hizo concejal. Todos los que le habían ignorado, ahora llamaban a su puerta. Había conocido el poder. El cual fue su único Dios hasta el final de sus días.

Andrés ya era un político. Y eso lo acompañó hasta la cárcel. Gregorio lo sacrificó y fue ascendido a diputado provincial por ello. Y es que Andrés nunca miró lo que firmaba, ni a quién avalaba, ni se le pasó por la cabeza que sus socios lo utilizaran de testaferro. De todos modos había conseguido un patrimonio importante en el transcurso de aquellos años.

Y sobre todo.

HABÍA SIDO ALGUIEN

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