Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

Cuando hace ya un año el nuevo Presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, Fernando Grande-Marlaska conocía su nombramiento, manifestó a los medios que su actuación en el nuevo cargo estaría guidada por el “consenso y la responsabilidad”. Lo primero ha quedado demostrado. De hecho, su propia elección fue consensada entre los vocales “progresistas” y “conservadores” de un Consejo General del Poder Judicial que es en realidad cónclave de los delegados de los partidos en el órgano rector de la Justicia.

Mientras, por aquel entonces, en Palma de Mallorca transcurría el plazo procesal otorgado por el Juez Castro a las partes personadas para pronunciarse sobre la imputación o no de la Infanta Cristina. Y en esas estamos hoy. En este último caso es el miedo escénico el que provoca la búsqueda del consenso procesal para dar curso legal a todos los medios al alcance y evitar la implicación en causa criminal.

El prostituido concepto de legalidad en el derecho público en subordinación a la satisfacción de todos los a intereses en juego mediante el consenso es ajeno a la razón de la Justicia. La solución judicial acordada de la litis sirve para los conflictos de derecho privado, que son susceptibles de negociación dado el poder de disposición de las partes sobre el objeto del litigio, pero no para la calificación de legalidad de conductas y actos dentro del derecho público. Éstos quedan sustraídos de la voluntad de los litigantes. Motivos de interés y orden público guían así las resoluciones jurisdiccionales con consideraciones de oportunidad, alcance económico o político para decidir sobre la legalidad, acabando en la burocratización de la Justicia. Su extremo exagerado es el orden contencioso-administrativo, donde se produce un auténtico vaciado de todo contenido jurídico y de la razón de existencia de la propia instancia judicial.

La Administración de la Justicia, como la nación, la familia o la geografía no se consensuan. Conciliar para no herir sensibilidades políticas de uno u otro bando nos lleva a dos conclusiones evidentes: La primera es el reconocimiento implícito de que la jurisdicción es simple marioneta en manos de los partidos políticos que están detrás como invisibles partes procesales, obedeciendo sus órdenes tanto sobre el contenido mismo del fallo como sobre la adaptación de los tiempos procesales a su interés. La segunda es asumir que lo de menos es el criterio de legalidad, sino la obtención de una solución judicial que contente a quienes afecta según la coyuntura política.

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